VIAJE AL CORAZÓN DEL CUENTO |
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Antología crítica del cuento breve |
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MARCEL SCHWOB |
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Francia (1867-1905) |
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"El viejo Hokusai veía bien que había que llegar a |
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convertir en individual lo que hay de general." |
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El arte de la biografía, Marcel Schwob |
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Al leer a Schwob nos convencemos de que a él le interesa el hombre y no la
humanidad. Está atento a los rasgos de originalidad que cada uno de
nosotros puede tener, lo que nos desprende de la generalidad y nos
transforma en individuos. Ama y presta su ojo al hombre, a lo que lo
diferencia del resto, y con la intuición del artista logra crear el
personaje que, al fin, nos atrapa merced a notas y matices que le dan
distinción. Eso lo llevó a escribir que cada hombre no posee más que
sus rarezas. Una pincelada puede dar vida a toda una figura que, sin ese
toque de color, permanecería gris.
Schwob es un autor que, sin ser de los llamados de culto, no
recibe la atención que merece. Su prosa posee diversas virtudes.
Claridad y erudición son características difíciles de hallar reunidas
y él las posee en un estilo conciso y cautivante. Autor de narraciones
que lindan con el ensayo biográfico brindó a la literatura un objeto
de tratamiento inusual. Y en esto, fue creador y maestro. Considero que
el Borges que conocemos no hubiera sido posible sin su obra. La lectura
de Vidas imaginarias y de La
cruzada de los niños -libros prologados por él- son una
influencia profunda en su obra. Historia Universal
de la Infamia es la mejor muestra de lo que decimos. |
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Nos vamos a detener en Vies Imaginaires (1886),
una de las principales colecciones de relatos breves de las letras
francesas. Ahí Schwob transfigura con la palabra la materia en la que
se deleita. |
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CRATES |
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Cínico |
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de Marcel Schwob |
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Nació en Tebas, fue discípulo de Diógenes y además conoció a
Alejandro. Su padre, Ascondas, era rico y le dejó doscientos talentos.
Un día en que fue a ver una tragedia de Eurípides se sintió inspirado
ante la aparición de Telefo, rey de Misia, vestido de harapos y con una
cesta en la mano.
Se levantó en medio del teatro y en voz alta anunció que
distribuiría los doscientos talentos de su herencia a quien los
quisiera, y que en adelante le
bastarían las ropas de Telefo. Los tebanos se echaron a reír y se
agolparon frente a su casa. Sin embargo Crates se reía más que ellos.
Arrojó su dinero y sus
muebles por las ventanas, tomó un manto de tela, unas alforjas y se
fue. Llegó a Atenas y anduvo al azar por las calles, y a ratos
descansaba apoyado en las murallas, entre los excrementos. Practicó
todo lo que aconsejaba Diógenes. El tonel le pareció superfluo. Crates
opinaba que el hombre no es un caracol ni un paguro. Se quedó
completamente desnudo entre las basuras y recogía cortezas de pan,
aceitunas podridas y espinas de pescado para llenar sus alforjas. Decía
que sus alforjas eran una ciudad vasta y opulenta donde no había parásitos
ni cortesanas, y que producía en cantidades suficientes, tomillo, ajo,
higos y pan, que satisfacían a su rey. Así Crates llevaba su patria a
cuestas, que lo alimentaba.
No se inmiscuía en los asuntos públicos, ni siquiera para
burlarse, y tampoco le daba por insultar a los reyes.
Desaprobó la broma de Diógenes. Diógenes un día había
gritado: "¡Hombres, acercaos!", y los que se habían acercado los golpeó con su bastón y les
dijo: "Llamé a hombres,
no a excrementos". Crates se mostró tierno con la gente. Nada
lo preocupaba. Se había acostumbrado a las llagas. Lo único que
lamentaba era no tener un cuerpo lo suficientemente flexible como para
podérselas lamer, como hacen los perros. Deploraba también la
necesidad de ingerir alimentos sólidos y beber agua. Pensaba que el
hombre debía bastarse a sí mismo, sin ninguna ayuda exterior. Al menos
no iba en busca de agua para lavarse. Si la mugre le incomodaba, se
contentaba con frotarse contra las murallas pues había observado que no
de otro modo proceden los asnos. Poco hablaba de los dioses: no le
importaban. Qué más le daba que hubiera o que no hubiera dioses si sabía
que no podían hacerle nada. En todo caso, les reprochaba que hubieran
hecho deliberadamente desdichado al hombre al ponerle la cara en dirección
al cielo y privarlo de la facultad que poseen la mayor parte de los
animales, que andan a cuatro patas. Ya que los dioses han decidido que
para vivir hay que comer, pensaba Crates, tenían que poner la cara del
hombre mirando al suelo, que es donde crecen las raíces: nadie podía
subsistir de aire o de estrellas.
La vida no fue generosa con él. A fuerza de exponer sus ojos al
polvo acre del Ática, contrajo legañas. Una enfermedad desconocida de
la piel lo cubrió de tumores. Se rascó con sus uñas, que no cortaba
nunca, y observó que sacaba un doble provecho, puesto que al mismo
tiempo que las usaba sentía alivio. Sus largos cabellos llegaron a
parecerse a un fieltro tupido, y se las arreglo de modo que lo
protegieran de la lluvia y el sol.
Cuando Alejandro fue a verlo, no le dirigió palabras mordaces
sino que lo consideró uno más entre los espectadores, sin hacer
ninguna diferencia entre el rey y la muchedumbre. Crates carecía de
opinión sobre los poderosos. Le importaban tan poco como los dioses. Sólo
los hombres lo preocupaban, y la forma de pasar la vida con la mayor
sencillez posible. Las censuras de Diógenes le causaban risa, lo mismo
que sus pretensiones de reformar las costumbres.
Crates se consideraba muy por encima de tan vulgares
preocupaciones. Transformaba la máxima inscrita en el frontón del
templo de Délfos, y decía: "Vive
tu mismo". La idea de cualquier conocimiento le parecía
absurda. Sólo estudiaba las relaciones de su cuerpo con lo que éste
necesitaba, tratando de reducirlas al máximo. Diógenes mordía como
los perros, pero Crates vivía como los perros.
Tuvo un discípulo llamado Metrocles. Era un rico joven de
Maronea. Su hermana Hiparquia, bella y joven se enamoró de Crates. Hay
testimonios de que se sintió atraída por él y de que fue a buscarlo.
Parece imposible, pero es cierto. No le repugnaba ni la suciedad del cínico,
ni su absoluta pobreza, ni el horror de su vida pública. Crates le
previno que vivía como los perros, por las calles, y que buscaba huesos
en los montones de basura. Le advirtió que nada de su vida en común
sería ocultado y que la poseería públicamente cuando tuviera ganas,
como lo hacen los perros con las perras. A Hiparquia no le extrañó.
Sus padres trataron de retenerla: ella amenazó con matarse. Entonces
abandonó el pueblo de Maronea, desnuda, con los cabellos sueltos,
cubierta sólo con un antiguo lienzo, y vivió con Crates, vestida como
él. Se dice que tuvieron un hijo, Pasicles; pero no hay nada seguro al
respecto.
Parece que esta Hiparquia fue buena y compasiva con los pobres.
Acariciaba a los enfermos; lamía sin la menor repugnancia las heridas
sangrantes de los que sufrían, covencida de que eran para ella lo que
las ovejas son para las ovejas. Si hacía frío, Crates e Hiparquia se
acurrucaban con los pobres y trataban de trasmitirles el calor de sus
cuerpos. No sentían ninguna preferencia por los que se acercaban a
ellos. Les bastaba con que fueran hombres.
Eso es todo lo que nos ha llegado de la mujer de Crates; no
sabemos cuándo ni cómo murió. Su hermano Metrocles admiraba a Crates,
y lo imitó. Pero no vivía tranquilo. Continuas flatulencias, que no
podía retener, perturbaban su salud. Se desesperó y decidió morir.
Crates se enteró de su desgracia y quiso consolarlo. Comió una buena
porción de altramuces y se fue a ver a Metrocles. Le preguntó si era
la vergüenza de su enfermedad lo que tanto lo afligía. Metrocles
confesó que no podía soportar su desgracia. Entonces Crates, hinchado
por los altramuces, soltó unos cuantos gases en presencia de su discípulo
y le afirmó que la naturaleza sometía a todos los hombres al mismo
mal. Luego le reprochó que hubiese sentido vergüenza de los demás y
le propuso su propio ejemplo. Soltó después unos cuantos gases más,
tomó a Metrocles de la mano y se lo llevó. |
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