VIAJE AL CORAZÓN DEL CUENTO |
Antología crítica del cuento breve |
JULIO CORTÁZAR |
(1914-1984) |
Cortázar, Cortázar... Entre los escritores argentinos, más allá del juego de nacionalidades por las que
transcurrió su vida, hay pocos que puedan ser
tan nuestros como él. Su imagen de adolescente y un retrato de seductor recorren
nuestra afectuosa memoria. Nos está mirando desde una foto con un cigarrillo
entre los labios, su mirada está fija en nosotros. Hemos aprendido que es fácil
llegar a sus cuentos, a los argumentos que se van dejando leer hasta que el
resorte de lo fantástico o de lo terrible irrumpe en la cotidianeidad, y se
suspende nuestra habitual comprensión del mundo, dejándonos perplejos. De lo
que antes teníamos certeza, ahora sólo nos queda el misterio. Nos cuesta
dilucidar el nuevo camino que tomó la narración.
Quien ha leído El perseguidor no puede permanecer indiferente al jazz, considero que esa nouvelle es el anuncio de las extensas obras en prosa que iban a llegar tiempo después. Confieso que esa etapa no es la mía, allí no se halla lo que yo amo en él; pero, tal vez por magia o por arte, en ellas subsisten capítulos admirables, fragmentos donde sólo un poeta puede hablar a la palabra de tal manera:
“Toco
tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera
de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar
los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que
deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre
todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu
cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca
que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.”
(Rayuela, cap. 7).
Leí -y también es mi juicio- que aún cuando su estilo parece
descuidado, si intentáramos dar otra versión de sus obras advertiríamos que
nada excede en sus textos a la medida. La historia ha sido expresada del mejor
de los modos posibles. En La construcción de la muralla china, en las líneas finales de esta
descripción y relato admirable, Kafka hace decir a su locutor que: “El
concepto que tenemos del Emperador no es, pues, una virtud. Tanto mas llama la
atención que justamente esta debilidad parezca ser uno de los lazos de unión más
fuertes de nuestro pueblo...”, y más adelante
agrega: “Formular
un reproche en este punto no significaría sacudir nuestra ciencia, sino, lo que
sería mucho peor, sacudir nuestras piernas. Y por eso no quiero seguir
profundizando en esta cuestión, por el momento.” Uno crece, se cría
junto a autores, un día deja de poder leerlos como lo hacía hasta el día
anterior. Lejos están la ingenuidad, el fervor y el asombro, pero, ¿cuánto
se puede sacudir la tierra sobre las que se apoyan nuestros pies?
de Julio
Cortázar
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por
negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se
dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa
tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo
una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio
que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de
espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de
intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo
verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo
los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó
casi enseguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea
de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en
el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la
mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los
robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes,
dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y
movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero
entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el
chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos,
pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de
una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos.
El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada.
Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y
se sentía que todo está decidido desde siempre. Hasta esas caricias que
enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo dibujaban
abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había
sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada
instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado
se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Enpezaba a
anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente
a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía
seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un
instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose
en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo
la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron.
El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del
porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las
palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera
alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en
la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los
ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del
hombre en el sillón leyendo una novela.
(Del
volumen: Final de juego)
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