SALVAR EL HONOR |
de Angel Balzarino
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Sí. Quieren ver
qué voy a hacer. Con una ráfaga de sorpresa y desagrado que poco a poco
se fue transformando en simple resignación, pues no tenía modo de evitarlo,
observó a los hombres, mujeres, aun niños, que lenta y progresivamente se
congregaban en la estación. Comprendió que no era para emprender un viaje ni
para esperar la llegada de algún pasajero. Es por mí. Únicamente. Ya falta
poco. Unos minutos más y podré darle la noticia. La mejor. La que, en silencio
y permanente ilusión, esperábamos para recuperar la felicidad de los primeros
meses de casados. Al menos yo. Ardientemente. Ojalá también pueda aplacar el
malhumor de él. Me lastima verlo tan abatido, reacio a cualquier muestra de
afecto, con claro fastidio por todo
lo que existe a su alrededor. Quise saber si era por la marcha del campo, por
alguna deuda o tal vez por una enfermedad. Inútil. El silencio como única
respuesta. Huraño. Casi acusador. Eso me obligó a preguntarme cada vez más
si no
era yo la culpable. Tuvo
la sensación de estar
desnudo, maniatado, expuesto sin
reserva a la horadante mirada de quienes efectuaban un lento copamiento de la
estación. Con las manos atadas y tan
desorientado como dos meses atrás, al recibir el primer mensaje. Subrepticio.
Artero. Un proyectil que le destrozó el
corazón, al poner de manifiesto, de manera infame y sin piedad, una velada
acusación sobre la conducta de su mujer. Casi todos los habitantes de La
Florida estábamos allí. Curiosos. Dándole
a la
estación un inusitado clima de
bullicio, muy distinto al aspecto desolado que solía ser común, aun los viernes, el único día de la semana en que pasaba el tren.
Convertido de pronto en el lugar de una cita. Primordial. Impostergable. Al
comprender que por fin iba a producirse el desenlace de eso que, como si se
tratara de una obra de teatro en la que cada cuadro acrecentaba la dosis de
interés e intriga, nos había mantenido en tensa expectativa. El responsable
fue el petiso Noguera. Se me acaba de ocurrir una idea fabulosa, dijo una noche
en el boliche de Bottaro, mientras comentábamos la suerte que había tenido
Sebastián Daneri al casarse con una mujer tan hermosa. Escuchen. Ocurrió una
mañana en que él había ido a realizar
la habitual provisión de azúcar,
papas, fideos, en el almacén de Cayetano Paiva. Luego de acomodar las mercaderías
en la chata y cuando ya estaba a punto de azuzar los caballos, descubrió el papel
junto al cajón que
le servía de asiento. Quizá no
le habría prestado atención si no hubiera notado, por el pedazo de ladrillo que lo
sostenía, que alguien se había preocupado por colocarlo allí. Y súbitamente
tembloroso leyó las palabras garabateadas con rasgos desparejos: ¿Sabés qué
hace tu mujer cuando no está con vos? Sólo atinó a estrujar el papel,
paseando la mirada en torno, en ansiosa tentativa por descubrir quién había
dejado el inesperado mensaje. Después, mientras efectuaba el recorrido de cinco
leguas hacia su casa, el furor se fue transformando en progresivo estado de
duda, resquemor, desasosiego. No. No es más que una maldita patraña. Aunque
pretendió descartarlo de inmediato -no sólo porque ella jamás le había dado
motivo de sospecha, sino también por el disgusto de que otros se inmiscuyeran
entre ellos-, la nota, de manera
subterránea y letal, tuvo el efecto
de alterar abruptamente la etapa de paz y dicha que había creído
definitiva al casarse con Esmeralda Ribas. Sí. Lo mejor que pudo pasarme. Tuvo
esa certidumbre al conocerla y considerar que podría librarlo de la angustia y
el desánimo por encontrarse solo en el campo, luego de la muerte de sus padres.
Deslumbrado. Pareciéndole una especie de premio a la ardua y extenuante labor
de todos los días, sin otro recreo que
tomarse unas
ginebras los
sábados por la noche en el boliche de Bottaro
o asistir a la
carneada llevada a cabo por algún amigo de la colonia. Sucedió durante
la fiesta del casamiento de la hija mayor de los Puchetta. Al cabo de quince años
de estar radicada en la capital de la provincia, Esmeralda había vuelto a La
Florida para estar junto a la amiga de la infancia en ese momento tan especial.
Aquella noche no pareció existir otra cosa para él. Como si la hubiera estado
esperando toda la vida. Como si hubiera venido únicamente por mí. Y aunque de
inmediato le atribuyó un carácter providencial y gratificante
al encuentro, tal vez nunca se habría atrevido -por timidez o temor al
fracaso- a acercársele sin el amparo de las
voces y risas alborozadas y el ritmo frenético de las tarantelas y, sobre todo,
el vino sabroso y abundante. Tal vez todo resultó más fácil o rápido de lo
que pensaba. Casi asombrado por la afinidad establecida entre ellos, por obra de
gestos y simples miradas más que por un cúmulo de palabras. Y después, ya
incapaz de soportar la separación, fue él quien comenzó a realizar cada dos o
tres semanas un viaje a la capital para visitarla. Hasta culminar, por fin, en
el casamiento. Todo parecía perfecto. Únicamente queríamos estar juntos.
Entonces comenzaron a llegar los mensajes. Hirientes. Maliciosos. Y se inició
el derrumbe. Sí. Esta noticia será también
un modo de retribución, de
expresarle mi agradecimiento por su ternura, por el amor que supo demostrarme
desde el momento en que nos conocimos, por permitirme vivir de nuevo en La
Florida. Sin duda la aspiración más profunda mientras permanecí en la capital. Al
contrario de Ismael y Zulema, que se adaptaron muy pronto, yo nunca
dejé de
sentirme una extraña, sin poder familiarizarme con los seres y las cosas
que me rodeaban, evocando con nostalgia y bastante pesar todo aquello que formó
el mundo de mis primeros años: mis padres, las amigas con quienes compartí la
alegría de los juegos, los múltiples descubrimientos revelados por la escuela
primaria. Al casarme con
él creí
tener la oportunidad de regresar a mis raíces, de acabar con la tristeza
y el desamparo provocados por tantos años
de desarraigo. Ahora sólo el deseo de ver a mis hermanos me lleva a la capital
una o dos veces por mes. Y siempre me asalta la urgencia por volver a La
Florida. Hoy más que nunca. Impaciente. Porque sólo quiero estar frente a él
y darle la noticia. Éramos apenas seis o siete los que estábamos en el boliche
esa noche en que el petiso Noguera lanzó la idea.
¿Qué les parece si le hacemos creer que ella lo engaña? Es tan joven y
linda que no resultará nada raro. La carcajada general
reflejó de inmediato no sólo la
aprobación, sino también el
anticipado goce por una broma
que prometía
un desarrollo
jubiloso y fascinante. Teníamos
la costumbre de confabularnos
de tanto en tanto para algún juego o burla, simplemente para divertirnos
y quebrar la exasperante calma del pueblo. Pero con Sebastián Daneri la cosa se
encaminó poco a poco por un carril sorpresivo, fuera de control, con la latente
amenaza de un grave e impredecible final. Lo
advertimos muy
pronto. Los escritos -que le dejábamos sobre el sulky o disimulados
entre las mercaderías que compraba- lograron variar su carácter.
Cada vez se reveló más hosco, con
una mueca amarga en el rostro, a punto de estallar en furia incontenible.
Fue entonces cuando algunos, con súbita preocupación, deseamos concluir la
conjura. Pero ya era demasiado tarde, no sólo para desmoronar el plan en el que
participaba la mayoría de los
habitantes del pueblo, sino también para desalojar de la cabeza de Daneri la
idea que le habíamos inculcado con tanta saña. Hasta convertirlo en un toro
enjaulado. Llegó a tener reacciones intempestivas ante cualquier referencia a
su mujer, como si preguntarle qué tal estaba o por qué no había participado
de alguna fiesta en el pueblo fuera
algo ofensivo. Lo que haga ella no le importa a nadie más que a mí,
gritó una tarde en el boliche de Bottaro, con varias ginebras encima, queriendo
dejar bien en claro que Esmeralda Ribas
era una propiedad
privada y exclusiva. Y aunque muchos opinaban que al fin él descubriría
el engaño, cuando el viernes ella
ascendió al tren rumbo a la capital, creímos que no lo hacía simplemente para
visitar a su familia, como ya era costumbre, sino para irse definitivamente,
incapaz de soportar el carácter cada vez
más violento de Daneri o, más bien, él había decidido echarla de la casa.
Por eso ahora, al cabo de una semana, nos congregamos en la estación, creyendo
que la llegada del tren iba a despejar la incógnita. Ya falta poco. Tengo tantas ganas de abrazarlo,
de ver cómo se ilumina su rostro al saber la novedad. Sólo quiero borrarle
toda huella de pesadumbre y contagiarle
la alegría que me ha deparado este viaje a la capital, no sólo por haber visto a mis hermanos
sino porque el doctor Ortelli me confirmó que
estoy esperando un hijo. El
repentino silbato lo estremeció. Sí. Llegó el momento. Ahora les demostraré
a todos que no voy a soportar la traición ni la burla. El sentimiento de rabia
e indignación que había ido creciendo durante los
últimos días
pareció llegar
al grado más
agudo. Erizado el cuerpo, súbitamente
preparado para realizar el acto liberador,
la atención concentrada en ella, en la persona que había logrado
despertarle el amor más profundo y que, desde hacía dos meses, por obra de un
cúmulo de avisos, le resultaba ajena, desconocida, casi insoportable.
Vinieron a ver si tengo sangre en
las venas o si permito que me usen la mujer sin parpadear. Y permaneció
rígido, clavados los ojos en el tren que se acercaba, pendiente de la figura de
ella. Sin duda ninguno de los que estábamos allí pudo imaginar
ese desenlace. Echando por tierra las
incontables conjeturas de los últimos días. Más que por la sorpresa o el
desconcierto, quedamos inmovilizados por el horror. Ella descendió del tren y
con una sonrisa que acentuaba la belleza
del rostro, se dirigió hacia Daneri, sin
observar a la gente que colmaba la estación
ni reflejar el menor rastro de inquietud o disgusto por las habladurías
que sobre ella circulaban en todo
el pueblo. Entonces no tuvimos tiempo ni posibilidad de efectuar un gesto.
Convertidos de pronto en testigos azorados de la escena. Breve. Rápida.
Contundente. Cuando ella estaba a punto de abrazarlo, distinguimos el brillo del
puñal. Un grito desgarrador superó los
otros sonidos mientras el
brazo de él se movía repetidas veces. Sin control. Implacable. Y
consternados, en forma tardía y ya inmodificable, comprendimos que nos
correspondía mucho de culpa y responsabilidad en el acto despiadado con que
Sebastián Daneri pretendió salvar su honor. |