VIAJE AL CORAZÓN DEL CUENTO |
Antología crítica del cuento breve |
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ |
Colombia (1928) |
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Es probable que en algún rincón de su cabeza García Márquez se haya
planteado la desmesura. Está en sus actos con la palabra, desde su
estilo a la versatilidad con la que se despliega su obra, desde los géneros
que abordó a las declaraciones y gestos políticos que hasta el día de
hoy continúan diseñando su figura de escritor y de hombre público.
Una trayectoria que busca dar forma a una genuina representación de esa
realidad enorme y exuberante de la que él es testigo y demiurgo ante la
presencia constante de sus selvas y ríos, sus sábanas y desiertos, sus
peces, su verde y sus aves, testigo de la historia en las situaciones y
en los protagonistas de su América.
Por una lado la multiplicidad y por el otro lo singular. A
Mendoza en El
olor de la guayaba le declaró: "...un
escritor no escribe sino un solo libro, aunque ese libro aparezca en
muchos tomos con títulos diversos. Es el caso de Balzac, de Conrad, de
Melville, de Kafka y desde luego de Faulkner. A veces uno de estos
libros se destaca sobre los otros tanto que el autor aparece como el
autor de una obra, de una obra primordial."
Y en la misma reunión de conversaciones habla del amor y del
poder, el último usurpa el lugar del otro cuando éste no está y no es
más que una expresión de lo estéril,
rumbo seguro a la soledad. Su libro es el
libro de la soledad, de la soledad del personaje central de La
hojarasca, la de El
coronel no tiene quien le escriba, y "está
en el alcalde de La mala hora,
que no logra ganarse la confianza del pueblo y experimenta, a su manera,
la soledad del poder." Está en sus títulos, está en sus
personajes, en el destino que cumplen o dejan de cumplir, presos de las
narraciones que infatigablemente él nos va dando año tras año.
Soledad, amor y poder, tres tópicos que se conjugan en la
expresión del premio Nobel colombiano. No hay ensayo o texto que se
escriba sobre él y pueda dejar de lado el ahondar en ellos, el nombrar
el corazón de su obra.
En esta cita nos vamos a detener en el Márquez de Ojos
de perro azul. En esta temprana colección de cuentos -que
hacen de la muerte el protagonista blanco, confinado e insistente- el
autor aún no posee la perfección estética de la que hará gala en sus
mejores obras: Otoño
del patriarca, El amor en los tiempos del cólera.
Esa perfección que lo transformará en una celebridad literaria en este
reino hispánico y mulato, de indio con sabor a negro mezclado con
criollo y gringo, y que en Cien
años de soledad dicta lo que debe ser y, al mismo tiempo, lo
que renuncia a ser la novela latinoamericana. Un camino no es el camino
o cada uno tiene el suyo, dirá el Tao y lo repetiremos nosotros durante
siglos mientras García Márquez, Gabo
desde ahora, irá construyendo el suyo baldosa sobre baldosa, línea
sobre línea, madera y junco sobre madera y liana; utilizará los
materiales a la mano y con los planos de un templo creará una aldea, y
la aldea concitará el asombro y las miradas de una catedral. |
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AMARGURA
PARA TRES SONÁMBULOS |
de Gabriel García Marquez |
Ahora la teníamos
allí, abandonada en un rincón de la casa. Alguien nos dijo, antes de
que trajéramos sus cosas -su ropa olorosa a madera reciente, sus
zapatos sin peso para el barro- que no podía acostumbrarse a aquella
vida lenta, sin sabores dulces, sin otro atractivo que esa dura soledad
de cal y canto, siempre apretada a sus espaldas. Alguien nos dijo -y había
pasado mucho tiempo antes que lo recordáramos- que ella también había
tenido una infancia. Quizás no lo creímos, entonces. Pero ahora, viéndola
sentada en el rincón, con los ojos asombrados, y un dedo puesto sobre
los labios, tal vez aceptábamos que una vez tuvo una infancia, que
alguna vez tuvo el tacto sensible a la frescura anticipada de la lluvia,
y que soportó siempre de perfil a su cuerpo, una sombra inesperada.
Todo
eso -y mucho más- lo habíamos creído aquella tarde en que nos dimos
cuenta de que, por encima de su submundo tremendo, era completamente
humana. Lo supimos, cuando de pronto, como si adentro se hubiera roto un
cristal, empezó a dar gritos angustiados; empezó a llamarnos a cada
uno por su nombre, hablando entre lágrimas hasta cuando nos sentamos
junto a ella, nos pusimos a cantar y a batir palmas, como si nuestra
gritería pudiera soldar los cristales esparcidos. Sólo entonces
pudimos creer que alguna vez tuvo una infancia. Fue como si sus gritos
se parecieran en algo a una revelación; como si tuvieran mucho de árbol
recordado y río profundo, cuando se incorporó, se inclinó un poco
hacia adelante, y todavía sin cubrirse la cara con el delantal, todavía
sin sonarse la nariz y todavía con lágrimas, nos dijo: "No volveré
a sonreír".
Salimos
al patio, los tres, sin hablar, acaso creíamos llevar pensamientos
comunes. Tal vez pensamos que no sería lo mejor encender las luces de
la casa. Ella deseaba estar sola -quizás-, sentada en el rincón sombrío,
tejiéndose la trenza final, que parecía ser lo único que sobreviviría
de su tránsito hacia la bestia.
Afuera,
en el patio, sumergidos en el profundo vaho de los insectos, nos
sentamos a pensar en ella. Lo habíamos hecho otras veces. Podíamos
haber dicho que estábamos haciendo lo que habíamos hecho todos los días
de nuestras vidas.
sin
embargo, aquella noche era distinto; ella había dicho que no volvería
a sonreír, y nosotros que tanto la conocíamos, teníamos la
certidumbre de que la pesadilla se había vuelto verdad. Sentados en un
triángulo la imaginábamos allá adentro, abstracta, incapacitada,
hasta para escuchar los innumerables relojes que medían el ritmo,
marcado y minucioso, en que se iba, convirtiendo en polvo: "Si por
lo menos tuviéramos valor para desear su muerte", pensábamos a
coro.
Pero
la queríamos así, fea y glacial como una mezquina contribución a
nuestros ocultos defectos.
Éramos
adultos desde antes, desde mucho tiempo atrás. Ella era, sin embargo,
la mayor de la casa. Esa misma noche habría podido estar allí, sentada
con nosotros, sintiendo el templado pulso de las estrellas, rodeada de
hijos sanos. Habría sido la señora respetable de la casa si hubiera
sido la esposa de un buen burgués o concubina de un hombre puntual.
Pero se acostumbró a vivir en una sola dimensión, como la línea
recta, acaso porque sus vicios o sus virtudes no pudieran conocerse de
perfil. Desde varios años atrás ya lo sabíamos todo. Ni siquiera nos
sorprendimos una mañana, después de levantados, cuando la encontramos
boca abajo en el patio, mordiendo la tierra en una dura actitud estática.
Entonces sonrió, volvió a mirarnos; había caído desde la ventana del
segundo piso hasta la dura arcilla del patio y había quedado allí,
tiesa y concreta, de bruces al barro húmedo. Pero después supimos que
lo único que conservaba intacto era el miedo a las distancias, el
natural espanto frente al vacío. La levantamos por los hombros. No
estaba dura como nos pareció al principio. Al contrario, tenía los órganos
sueltos, desasidos de la voluntad, como un muerto tibio que no hubiera
empezado a endurecerse.
Tenía
los ojos abiertos, sucia la boca de esa tierra que debía saberle ya a
sedimento sepulcral, cuando la pusimos de cara al sol y fue como si la
hubiéramos puesto frente a un espejo. nos miró a todos con una apagada
expresión sin sexo, que nos dio -teniéndola ya entre mis brazos- la
medida de su ausencia. Alguien nos dijo que estaba muerta; y se quedó
después sonriendo con esa sonrisa fría y quieta que tenía durante las
noches cuando transitaba despierta por la casa. Dijo que no sabía cómo
llegó hasta el patio. Dijo que había sentido mucho calor, que estuvo
oyendo un grillo penetrante, agudo, que parecía (así lo dijo)
dispuesto a tumbar la pared de su cuarto, y que ella se había puesto a
recordar las oraciones del domingo, con la mejilla apretada al piso de
cemento.
Sabíamos
sin embargo, que no podía recordar ninguna oración, como supimos después
que había perdido la noción del tiempo cuando dijo que se había
dormido sosteniendo por dentro la pared que el grillo estaba empujando
desde afuera, y que estaba completamente dormida cuando alguien cogiéndola
por los hombros, apartó la pared y la puso a ella de cara al sol.
Aquella
noche sabíamos, sentados en el patio, que no volvería a sonreír. Quizá
nos dolió anticipadamente su seriedad inexpresiva, su oscuro y
voluntarioso vivir arrinconado. Nos dolía hondamente, como nos dolía
el día que la vimos sentarse en el rincón adonde ahora estaba; y le oímos
decir que no volvería a deambular por la casa. Al principio no pudimos
creerle. La habíamos visto durante meses enteros transitando por los
cuartos a cualquier hora, con la cabeza dura y los hombros caídos sin
detenerse, sin fatigarse nunca. De noche oíamos su rumor corporal,
denso, moviéndose entre dos oscuridades, y quizás nos quedamos muchas
veces, despiertos en la cama, oyendo su sigiloso andar, siguiéndola con
el oído por toda la casa. Una vez nos dijo que había visto el grillo
dentro de la luna del espejo, hundido, sumergido en la sólida
transparencia y que había atravesado la superficie de cristal para
alcanzarlo. No supimos, en realidad, lo que quería decirnos, pero todos
pudimos comprobar que tenía la ropa mojada, pegada al cuerpo, como si
acabara de salir de un estanque. Sin pretender explicarnos el fenómeno
resolvimos acabar con los insectos de la casa; destruir los objetos que
la obsesionaban. Hicimos limpiar las paredes, ordenamos cortar los
arbustos del patio, y fue como si hubiéramos limpiando de pequeñas
basuras el silencio de la noche. Pero ya no la oíamos caminar, ni la oíamos
hablar de grillos, hasta el día en que, después de la última comida,
se quedó mirándonos, se sentó en el suelo de cemento todavía sin
dejar de mirarnos, y nos dijo: "Me quedaré aquí, sentada"; y
nos estremecimos, porque pudimos ver que había empezado a parecerse a
algo que era ya casi completamente como la muerte. |
(1949) |
(Del
volumen: Ojos de
perro azul) |
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