Asterión XXI

Revista cultural

           

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DOXA

El reino de la Opinión

 

  Esta Sección está consagrada a la Opinión en su lado público. Aquella opinión que expresa juicios morales, juicios que lamen el costado político de nuestros espíritus. No es Episteme. La Doxa muda y es blanco de disenso. Los juicios que aquí se estampan son de valor, sin que nada pruebe su exactitud. No hay una única verdad política y la comprensión de la sociedad y sus relaciones acá se muestra plural. Pretendemos que la opinión no sea compra de discurso ni costumbre establecida. La queremos pública y racional.

  Doxa es un espacio de debate tan amplio como cada uno de nosotros se atreva a concebirlo.

 

Psicoanálisis, malapraxis y los derechos del paciente

  

 

por el Lic. Alejandro Miroli

      

En una columna de opinión reciente[1] Alfredo Kraut (Presidente de la Comisión de Derecho y Salud de la Asociación de Abogados de Buenos Aires) comenta un fallo de segunda instancia en el que la Cámara Nacional de lo Criminal y Correccional condena a un psicoanalista por la comisión del delito de lesiones culposas en perjuicio de un paciente –que lo demandó al no obtener mejoría alguna- aplicando el artículo 94 del Código Penal que sostiene que se condena con tres años de prisión y hasta cuatro de inhabilitación a quien “...por imprudencia o negligencia, por impericia en su arte o profesión o por inobservancia de los reglamentos o deberes a su cargo causare a otro un daño en el cuerpo o en la salud”, según señala el autor en el fallo “... se cuestionó un tratamiento psicoanalítico <por> la falta de asistencia farmacológica concomitante”. Esto puede llevar a diversas reacciones sea desde la propia comunidad psi, los abogados y las personas comunes, los usuarios de la atención psicoterapéutica; en general la cuestión será ¿puede entrar la Justicia en la relación que se establece entre un psicoanalista y su paciente, cuando tradicionalmente se pensaba que esa relación era una cuestión no judiciable?.

El autor reconoce que en el caso de la practica médica, la intervención judicial tuvo ciertos efectos generalmente aceptados v.g. puso límites al paternalismo médico y llevó a la inclusión de los derechos de los pacientes como un factor a tener  en cuenta en el proceso de decisión terapéutica a, pero parece dudar  en cuanto a la aceptación de tal .intervención en el caso de las psicoterapias. Y si bien no la niega claramente, expone una serie de razones por las que la intervención judicial debería minimizarse:

(i) la naturaleza de la relación psicoterapéutica:  al describir a la relación psicoterapéutica como alcanzada por “...la complejidad de estas patologías <mentales> por su significación cultural y por la incertidumbre sobre su curación, sin perjuicio de la incuestionable relación de dependencia que suele crearse con el profesional experto”.

(ii) la dificultad de examinar ex post facto la eficacia o no “... de un tratamiento basado en la palabra”.

(iii) el peligro que representa la pendiente resbaladiza de litigiosidad en el terreno de la salud mental, ya que “sus profesionales controlan y califican la salud mental de la población y pueden decidir sobre la normalidad, la capacidad y la imputabilidad de una persona...”

(iv) la indeterminación respecto a un único modo de curación por la palabra i.e. “... constituyen una gama numerosa y heterogénea de teorías, técnicas y métodos de investigación para el tratamiento de problemas emocionales...”[2]

 

Como resumen de ello, cita a ciertos psicoanalistas que parecen poner este tipo de revisiones en el marco de un conflicto entre las psicoterapias verbales y las psicoterapias fundadas en el empleo ponderado de psicofármacos, conflicto resumido en la cita de J.C. Volnovich “palabra contra pastilla” que recoge el autor.  

Sin embargo –a diferencia de la aceptación cautelosa que propone el autor- debemos defender la plena competencia de las cortes –civiles o criminales- en el control y defensa de lo derechos de los pacientes que fueran conculcados o en la reparación del daño que pudiera producirse en el ejercicio de la práctica psicoterapéutica, porque es la única instancia objetiva de protección de los derechos conculcados. Por ello la noción de malapraxis psicológica debe ser vista como una noción genuina y no, como lo dan a entender las referencias que hace el autor, como parte de un conflicto -aparente o real- entre psicoterapias por la palabra y psicoterapias por medicamentos cuestión que es totalmente ajena al tema del contralor judicial. Además la pretensión de sustraer una práctica social al contralor judicial solo puede justificarse afirmando que esa práctica corresponde a un juego de lenguaje sobrenatural[3] en la cual se prometen efectos que están fuera del mundo y que por ello no pueden judiciarse (pues claramente un feligrés que va a los tribunales a pedir una indemnización porque la divinidad a la que le rezo no obro un milagro se equivoco de juego de lenguaje social). Por lo contrario como expresión de una actitud racional ante el dolor y el padecimiento mental, las psicoterapias no reemplazan a las religiones, y la curación por la palabra no es una extensión de la confesión auricular sino que es un tipo específico de intervención terapéutica, guiada por propósitos de curación o atenuación del padecimiento humano cualquiera sea su naturaleza.   Y ellas, al igual de cualquier otra práctica terapéutica deberá estar completamente alcanzada por el contralor judicial, el cual deberá ejercerse en todas las formas posibles..

Y éste alcanza especialmente al cumplimiento del consentimiento informado como expresión de la autonomía moral del paciente -el que es caracterizado  por el autor como que “...el terapeuta <está> obligado a informar  adecuadamente a lo largo del tratamiento, obtener el consentimiento esclarecido y por supuesto, llevar un registro de lo actuado”. En este caso la función del poder judicial no solo será el contralor de efectos de la relación psicoterapéutica sino que aportará a la delimitación del contenido mínimo que tengan las nociones de información adecuada, consentimiento esclarecido y registro del proceso terapéutico para entender que ellas satisfacen los derechos que surgen del principio moral de autonomía del paciente.[4]

 

[1] “Cuando la justicia llega al diván”, Clarín, 27/08/02, p19

[2] Existe una razón poderosa para lamentar la expansión de revisiones judiciales: que esta lleva inevitablemente a un incremento notable de los costos de las prácticas que son sometidas a tales actividades. Y aquí habría que decir que la expansión de las figuras de malapraxis terapéutica debería ir acompañada de una robusta figura de malapraxis jurídica, que imponga a los profesionales abogados que promueven litigios dado que de alguna manera ellos ganan de una manera u otra, la obligación de pagar de su propio patrimonio a sus clientes estimulados a llevar a las cortes casos, que no responden a un daño objetivo por malapraxis. Esto es señalado por el propio autor cuando señala que los jueces deben evitar causas en las que se intenta “la extorsión penal para recuperar honorarios”. Lo que nuestro autor no dice –tal vez porque es abogado y ve con ojos corporativos esta cuestión- es que en esos casos y otros similares, los jueces deben castigar a los abogados que se promueven causas de malapraxis infundadas, o sea que comenten malapraxis jurídica. Una noción de malapraxis terapéutica solo será útil en la tutela de los derechos personales de autonomía, si está protegida contra su abuso por parte de los abogados mediante sanciones draconianas a los que la empleen como herramienta de lucro personal.

[3] Señala Laín Entralgo –cfr. La curación por la antigüedad en la antigüedad clásica. Antrophos, Editorial del Hombre, Barcelona 1987- que el conflicto entre la curación por la palabra y la curación por fármacos, ya está enunciada en la Antigüedad, v.g. Virgilio (cfr. Eneida XII396-7) donde Iapix, dice “...prefirió conocer las virtudes de la hierbas, y de los usos de curar, y ejercitar sin gloria las artes mudas”, oponiendo las artes mudas –nuestra iatroquímica- con la curación por la palabra. Y precisamente este conflicto se resolvió a favor de la iatroquímica, al dejarse ésta de lado en la tradición hipocrática, dado que “Cuando la medicina fue científica, desconoció la psicoterapia verbal; cuando recurrió al empleo terapéutico de la palabra, no fue medicina técnica son práctica mágica y supersticiosa” (cfr. Laín, p 273). Pero la misma tradición clásica propone otro modelo de curación por la palabra, que no fue dominante en la medicina occidental y que se recupera en el complejo surgimiento de la psicología clínica en el siglo XX. Esta segunda concepción es preanunciada por Platón (cfr. Cármides, 156 d-157 a) cuando sostiene que las dolencias no pueden ser tratadas sin curar el alma, “Pues el alma es curada por ciertos ensalmos” (citado por Laín p. 128) que en esta tradición pasan de entenderse como “ conjuro o ensalmo mágico, a <ser>... razonamiento o relato contra el error o contra los afectos dañosos”.(cfr. Laín, 133).   Por demas la curación y el efecto de la palabra aparecen dentro de la misma medicina iatroquímica, v.g. la sugestión, los efectos de placebo, etc. Esto señala que la disputa que aparece en la cita de Volvonich tiene una antigüedad insospechada, y que ya en el pasado era clara la existencia de una curación por la palabra como práctica terapéutica racional, por lo que tal conflicto es completamente independiente de la existencia de un complejo psicofarmacológico (que podrá tener o no intereses espurios) pero que por su existencia no está opuesto a la curación por la palabra.

[4] Claramente esta afirmación ofrece problemas. Tradicionalmente la etica-para-consumo-de-los-actores-de-salud (la llamada incorrectamente bioética) se inspira en cierta tradición que tiene sus orígenes materiales y doctrinarios en los Estados Unidos de Norteamérica, que aparece reflejada en cierta literatura estándar sobre el particular; y ene se contexto respetar la autonomía se entiende “reconocer que los derechos de una persona para hacer elecciones, tener puntos de vista,  y decidir actuar en base a sus valores y creencias personales...requiere algo mas que la mera no intervención en los asuntos de las personas , ... incluye obligaciones <para terceros> de mantener las capacidades para las elecciones autónomas de los autores y la remoción de miedos y otras condiciones que perturben o impidan sus acciones autónomas” (cfr. T. L. Beauchamp y J. F. Childress, Principles of Biomedical Etichs, 4ª ed., OUP, New York, 1994, p. 125, traducción propia). Esto es una posición que se enmarca en el liberalismo ético, y que en general está en la base de las argumentos legales de protección a los derechos en los casos de daño moral, malapraxis, etc, en en que se hubieran perturbado o impedido la ejecución de acciones autónomas. El problema es que los supuestos fácticos de tal capacidad de un sujeto son falsos, y que las subjetividades reales en situación de tratamiento psicoterapéutico psicoanalítico presentan una lógica de disfunciones, lagunas, sinsentidos, lapsus, sueños, inconsciente,etc., que no se puede analogar a la lógica del cálculo racional de satisfacción y acción electiva que presupone la imputación de autonomía. Y esta situación hace difícilmente compatible las nociones de subjetividad del derecho y del psicoanálisis , generando un problema que arroja dudas sobre al concreción de esto que yo señalo. (Debo esta aclaración a la licenciada Daniela Vergani.)

          

                   

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