Asterión XXI

Revista cultural

           

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LA ETICA DE LA UNIVERSIDAD

 

por Carlos A. Casali

     

 La ética presenta diferentes métodos de abordaje del problema moral y, siendo diferentes los métodos, son diferentes también los problemas abordados. La ética hermenéutica es aquella que presenta el problema moral dentro del horizonte de sentido de una situación práctica determinada. Por su parte, la universidad es la institución en la que el cuerpo social genera y comunica conocimientos y, en este sentido, es capaz de expresar reflexivamente su situación. El problema ético de la universidad, considerado desde una perspectiva hermenéutica, es el de liberar las virtualidades del cuerpo social de las trabas institucionales que lo bloquean para dominarlo. 

      

Primera parte

  Cuando en las instituciones hablamos de ética, lo usual es imaginar algún decálogo moral, un conjunto de principios y valores sistemáticamente organizado capaz de orientar las acciones de sus miembros. Si se da el caso en que ese decálogo pase de su existencia imaginaria a la realidad fáctica, lo corriente es comprobar que, en las instituciones, los decálogos morales se convierten rápidamente en meros catálogos. No están allí para orientar la acción de sus integrantes sino para presentar a los demás y a la propia autoconciencia institucional un ideario axiológico. La universidad, en cuanto institución académica, no sólo no escapa a esta caracterización sino que la expresa en una tensión dramática.

  La pregunta que se plantea con insistencia es, entonces, ¿qué ética conviene a la universidad?

  Planteamos aquí un interrogante que reúne tres términos de significación demasiado obvia como para prescindir de algunas aclaraciones previas. Obstáculo epistemológico y distanciamiento crítico (Bachelard dixit).

  En primer lugar, cuando preguntamos por la ética que conviene a la universidad, no resultará superfluo aclarar que no pensamos esa conveniencia en términos utilitarios o de mero cálculo de ventajas y desventajas. Plantear una ética desde un punto de vista estratégico, convierte a la ética en un capítulo de la política. Y si bien esto no es imposible de realizar e, inclusive, de justificar y fundamentar con sólidos argumentos –la filosofía política de Maquiavelo o, para no ser injustos con Maquiavelo, la filosofía política “maquiavélica”, es un ejemplo en este sentido- no parece que, por esa vía, podamos encontrar la ética en el sentido fuerte de la palabra. Dicho en otros términos, plantear la conveniencia entre ética y universidad en términos estratégicos, como un capítulo de la política institucional de autoafirmación y expansión de la esfera de acción institucional no resuelve –y, en verdad, ni siquiera formula- el problema de qué acciones institucionales son moralmente legítimas.

  La conveniencia de la que hablamos no supone la existencia y significación previas de los términos vinculados –ética y universidad-, sino que plantea su mutua remisión constitutiva y significativa. “Convenir” es un venir a estar juntos, una adecuación que responde a la naturaleza y función de los términos relacionados y propone una correspondencia. ¿En qué sentido se corresponden ética y universidad?

  Exploremos, en segundo lugar, el significado del término “universidad” para observar de qué manera conviene con la ética. De acuerdo con la ley 24.521 (de Educación Superior), “las instituciones que responden a la denominación de ‘Universidad’ deben desarrollar su actividad en una variedad de áreas disciplinarias no afines, orgánicamente estructuradas en facultades, departamentos o unidades académicas equivalentes” (artículo 27). Palabras más, palabras menos, esta caracterización de la universidad se corresponde con su significación moderna de institución cultural que reúne o aspira a reunir la totalidad del conocimiento. Contra esta significación que pone el acento en la universalidad o totalidad de los objetos (de conocimiento), es bueno recordar el significado originario y medieval de la universidad como totalidad de los sujetos (de conocimiento)[1]; es decir, del conjunto de maestros y discípulos. Se trata de la universidad como institución gremial o corporativa.

  Ahora bien, si este sentido originario y medieval del concepto de universidad acerca a nuestra institución al conjunto de las organizaciones corporativas que se instituyen para la mejor defensa de sus intereses particulares –y no podremos negar que ésta es una característica fuerte de nuestras instituciones universitarias- la naturaleza de su objeto (“la generación y comunicación de conocimientos”, ley 24.521, artículo 27) hace que la universalidad de la universidad se plantee en términos estrictamente universales (perdónese la cacofonía que pretende ser algo más que un juego de palabras).

  La universidad es, pues, una institución paradójica; tiene una suerte de personalidad bifronte. Por una lado, uno de sus rostros mira y responde a una lógica interna y corporativa de protección de sus asociados; por otro, la naturaleza de su objeto exige de la institución la superación de toda particularidad. Es esta situación paradojal de la universidad la que plantea los más interesantes problemas éticos. Problemas éticos que podríamos caracterizar, en una aproximación general al tema, como aquellos que surgen de la naturaleza conflictiva de toda articulación o intento de articulación entre lo universal o compartido y lo particular o individual[2]. Pero ¿a qué nos referimos cuando hablamos de ética?

  No es esta la oportunidad de hacer una revisión panorámica de los múltiples significados y matices de significación que admite la palabra ni de los innumerables aspectos problemáticos que el asunto propio de la ética tiene en su tratamiento disciplinario y sistemático por parte de la filosofía[3]. Haremos, en cambio, algunas puntualizaciones orientadoras para el mejor desarrollo de este artículo.

  La primera puntualización es la siguiente. De acuerdo con el uso filosófico de los términos, se suele diferenciar entre los significados de “ética” y “moral” –términos, por otra parte, de significación equivalente en griego y en latín respectivamente- entendiendo por ética el tratamiento problemático y sistemático de la moral (costumbre, valores, normas, etc., efectivamente vigentes en una comunidad). De acuerdo con este uso de los términos, mientras que el fenómeno moral tiende a la diversidad, la reflexión ética tiende a reducir esa diversidad en la unidad de una teoría o fundamentación. Dicho en otros términos, frente a la proliferación fáctica de las morales con su consecuente relativización valorativa, la reflexión ética no es sino el intento de introducir un criterio de legitimación; un punto de vista (¿podemos decir absoluto?) que permita discriminar entre valores u opciones generalmente en conflicto.

  Ahora bien, es fácil comprobar que no sólo las morales existentes y vigentes son múltiples (de hecho proliferan junto con las subjetividades y hasta aceleran el ritmo de su multiplicación en la mutua constitución de las identidades subjetivas como identidades morales) sino que las éticas también lo son[4]. La pretendida y buscada unidad en la fundamentación ética de las opciones morales se disuelve problemáticamente en la diversidad de los métodos de abordaje. Como sabemos, los métodos no son neutrales respecto de los resultados que se obtienen con su utilización. Diferentes métodos permiten observar diferentes cosas. El método contribuye a construir la naturaleza del objeto observado.

  Tratándose de métodos de fundamentación ética de la orientación moral, las implicaciones prácticas que se siguen de la aplicación del método, sus alcances y consecuencias se multiplican en cuanto “...la ética normativa –según afirma Maliandi- es ‘práctica’ no porque indique lo que hay que hacer hic et nunc, sino porque hace ‘madurar’ la capacidad práctica del hombre, ayudándole a cobrar conciencia de su responsabilidad...”[5]. Este aspecto del problema ético -el de la normatividad indirecta de la ética normativa- podría plantearse en los siguientes términos: diferentes métodos de fundamentación tendrán por consecuencia la maduración de diferentes capacidades prácticas.  

  La segunda puntualización se sigue de la anterior y la formularemos de modo interrogativo ¿cuál es la forma de legitimación ética que resulta más adecuada para hacer madurar la capacidad práctica de la institución universitaria?

  Por último, la tercera puntualización constituye nuestra toma de posición por la ética hermenéutica que, brevemente, podríamos describir con R. Maliandi como una “...’mediación histórica’ de lo normativo valorativo con la respectiva situación práctica y el saber moral”[6]. Y agrega, más adelante, “el agente tiene que llegar a comprender que su acción es un hecho del cual él es a la vez productor y producto, porque se efectúa en un ‘horizonte de sentido’ que él no ha puesto”[7].

 

Segunda parte

 

  Retomando el interrogante que planteábamos al comienzo para presentar ahora una respuesta, la ética que conviene a la universidad es, entonces, la ética hermenéutica. Intentaremos fundamentar esta afirmación.

  En un artículo publicado en 1977, A. Fornari, al describir y prescribir las tareas que, según su opinión, eran ineludibles para la filosofía latinoamericana, sostenía que “desde ahora la filosofía en América latina queda desafiada a formular sus propias categorías y, conjuntamente a categorizar la propia historia de su pensamiento más auténtico, hasta ahora sitiado en su situación”[8]. El texto es  ilustrativo por varios motivos. Porque su textura discursiva y la índole de los temas que aborda ponen de manifiesto un horizonte de sentido y significación, un género de problemas que resultan convenientemente extraños a los hábitos intelectuales adquiridos –o impuestos- en estos años de globalización. Por su referencia a Heidegger, un pensador insoslayable activamente olvidado en estos días, en parte por los escándalos suscitados en torno de la reactivación del tema de su adhesión política al régimen alemán instaurado en 1933 y de la discutible y discutida “afinidad ideológica” de su filosofía con el nacionalsocialismo, en parte por el predominio de esas otras modas intelectuales a las que hacíamos referencia. Por último, y esto es lo más importante, por la idea, concisamente expresada en el juego de palabras sitio/situación, según la cual pensar es hacerse cargo de la situación. Nótese que el hacerse cargo es una expresión que pertenece al léxico moral, apunta al ejercicio de una responsabilidad.

  Ahora bien ¿qué es lo que impide o dificulta al pensar el hacerse cargo de la situación?

  Sitiar la situación es la sutil estrategia que desarrollan las más diversas formas de dominación. Puesto que el recurso ideológico suele no ser suficiente para someter la voluntad del dominado, es necesario reforzarlo mediante el dispositivo militar de cercar la plaza. Dicho en otros términos, cuando las acciones estratégicas de penetración ideológica (la colonización pedagógica de la que hablaba Jauretche) se revelan como insuficientes o ineficaces para el ejercicio de una relación de dominación, el instrumento más eficaz es el de impedir que los ámbitos institucionales en los que la situación debería ofrecerse para ser pensada estén en libre disponibilidad. Dicho en otros términos todavía, la ideología no opera tanto por lo que hace o dice sino por lo que impide o silencia. El recurso ideológico del sometimiento se activa no tanto por la desviación (quién no recuerda el tópico de la “falsa conciencia”) que opera sobre las representaciones del sometido sino por la apropiación de su situación espacio-temporal. La sutil y perversa estrategia de la dominación no es la de privar al sometido de los órganos institucionales donde el conocimiento se genera y comunica -la ausencia de esos órganos sería tan evidente que la estrategia sólo podría sostenerse por medio de la coerción física- sino la de ocupar esos espacios institucionales en el desarrollo de funciones y actividades de mera apariencia. Me refiero concretamente a que, en las universidades argentinas, aunque no sólo en ellas, el hacer como que se piensa, educa e investiga constituye una acción positiva en cuanto llena efectivamente las coordenadas de tiempo y de lugar que constituyen el carácter fáctico de la situación, impidiendo de este modo no sólo que otros actores ocupen la situación sino la toma de conciencia de que algo falta (como sabemos por la física, dos cosas no pueden estar en el mismo lugar en el mismo momento).

  Si, como alguien dijo, “la vida es aquello que nos pasa mientras hacemos otra cosa”, el hacerse cargo de la propia situación es algo que no hacemos mientras nos hacemos cargo de otra cosa[9].

 

Tercera parte

 

  De lo dicho hasta aquí se sigue que una ética hermenéutica de cuño heideggeriano supone una fuerte vinculación entre ética y metafísica o, si se prefiere, puesto que el término “metafísica” está fuera de circulación, entre ética y ontología. Refiriéndose a estos temas, J.L.L. Aranguren trae a colación los pasajes de Carta sobre el humanismo en los que Heidegger explora la significación originaria de éthos como “lugar donde se habita” o “morada” con la finalidad de interpretar el fragmento 119 de Heráclito. De acuerdo con la interpretación que Heidegger hace del fragmento, comenta Aranguren que “la ética trata de la ‘morada’ del hombre, pero la morada del hombre es el ser, el hombre es Dasein, está en el ser, junto al ser, en su vecindad, como su guarda y pastor”[10].

  Ahora bien, una vez que se ha identificado la ética con la ontología ¿qué consecuencias se siguen para la práxis?. Aranguren responde que “la moral, como mera doctrina y exigencia, de nada sirve si no se coloca al hombre en otra relación con el ser: en una relación de auténtica abertura al ser”[11]. Es decir que, la moral por sí misma carece de eficacia sobre la orientación práctica si la práxis misma no responde al llamado de lo real. Dicho en otros términos, una ética sin vinculación con la ontología queda inevitablemente atrapada entre la impotencia (hipocresía) y la prepotencia (cinismo)[12].

  La identificación entre ética y ontología no debería ser comprendida, sin embargo, como una reducción de la primera a la segunda ni siquiera en el sentido etimológico de la palabra reducere “volver una cosa a su lugar natural”, sino como una necesaria y mutua complementación funcional de perspectivas.

  En Imperio, un texto destinado a la polémica[13], M. Hardt y A. Negri desarrollan una estructura argumentativa que apela recurrentemente a la problemática ontológica. Así, el capítulo 16 de la obra, que lleva por título “Virtualidades”, está dedicado al desarrollo de lo que los autores entienden por ontología: “la trama ontológica del imperio está construida por esa actividad de las multitudes que está más allá de toda medida y sus poderes virtuales. Estos poderes constituyentes, virtuales[14], están en permanente conflicto con el poder constituido del imperio”[15]. Y agregan más adelante “en este contexto [se refieren al espacio mundial y a los desplazamientos poblacionales que en él operan], la ontología no es una ciencia abstracta. Implica el reconocimiento de que la realidad política está constituida por el movimiento del deseo y la realización práctica del trabajo como valor”[16].

  Como podrá apreciarse, esta caracterización de la ontología no es fácilmente identificable con la que la tradición disciplinar de la metafísica había acuñado a lo largo de su historia y, sin embargo, no le es del todo ajena: remite a la filosofía de Spinoza. Caracterizado lo real en términos spinozistas como un “poder de actuar”, como “una fuerza expansiva que excede toda medida”[17], Hardt y Negri plantean la corrupción también en términos ético-ontológicos como “lo que separa a un cuerpo y a un espíritu de lo que pueden hacer”[18]. Spinoza presenta este tema ontológico en términos de conatus: “Cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en su ser” (Etica, III, prop. VI), y “el esfuerzo (conatus) con que cada cosa intenta perseverar en su ser no es nada distinto de la esencia actual de la cosa misma” (III, prop. VII).

  A partir de esta ontología spinozista se comprende que toda relación de sometimiento o dominación se realice como una estrategia de separación o ruptura entre los cuerpos (individuales y sociales) y sus poderes de actuar. Esta estrategia se ve facilitada porque cierta oscuridad e ignorancia estructurales ocultan las virtualidades de los cuerpos: “...el hecho es –afirma Spinoza- que nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede el cuerpo, es decir, a nadie ha enseñado la experiencia, hasta ahora, qué es lo que puede hacer el cuerpo en virtud de las solas leyes de su naturaleza, considerada como puramente corpórea, y qué es lo que no puede hacer salvo que el alma lo determine” (III, prop. II, esc.)[19]. Trasladado esto al terreno social y político la pregunta es ¿qué cosas es capaz de hacer, qué virtualidades puede realizar el cuerpo social sin la intervención de sus “órganos de conducción intelectual”?

 

Ultima parte

 

  Que la ética que conviene a la universidad sea la ética hermenéutica implica preguntarse por las responsabilidades de una institución que tiene por finalidad “la generación y comunicación de conocimientos del más alto nivel” respecto de la situación particularmente crítica por la que atravesamos como sujetos individuales y colectivos. Hacerse cargo de esta situación implica, a su vez, superar la inercia corporativa que trae la universidad desde su origen -que las estrategias de dominación instrumentan en su propio beneficio- para estar atentos y disponibles a las virtualidades del cuerpo social. Es en este punto donde se articula la ética de la universidad en una doble referencia: la que concierne a las relaciones de la institución con la sociedad tomada como un todo y la que incumbe a su funcionamiento interno como práxis académica. En la articulación de esta doble referencia, la ética de la universidad debe hacerse cargo de evitar que la inequidad social implique también una inequidad educativa o, más precisamente, que la inequidad social se vea reforzada –y legitimada- por la inequidad educativa. Una ética de la universidad que se haga cargo de la situación debería evitar también la reducción de la ética a la política. Mientras que la función de la política universitaria es la de determinar los fines de la institución y arbitrar los medios adecuados para su mejor cumplimiento, la función de la ética es la de “hacer madurar la capacidad práctica” de la institución tanto como la del conjunto social. La política universitaria es una política del conocimiento, su ética plantea una práxis ontológica liberadora de las virtualidades del cuerpo social. Por último, la ética de la universidad implica no arrogarse la representación intelectual y moral del cuerpo social sino que su tarea debe limitarse a contribuir a que su presentación sea posible (hacer visible el cuerpo social a sí mismo).



[1] Cfr. R. MONDOLFO, Universidad: pasado y presente, Bs.As., EUDEBA, 1972.

[2] Podemos ilustrar estos temas con la siguiente caracterización habermasiana del problema moral: “como las morales están cortadas al talle de la posibilidad de quebranto de seres que se individuan por socialización, han de cumplir siempre dos tareas a la par: hacen valer la intangibilidad de los individuos exigiendo igual respeto por la dignidad de cada uno; pero en la misma medida protegen también las relaciones intersubjetivas de reconocimiento recíproco por las que los individuos se mantienen como miembros de una comunidad”, J. HABERMAS, Escritos sobre moralidad y eticidad, Bs.As., Paidós, 1991, pp. 107/8.

[3] Remitimos a R. MALIANDI, Etica: conceptos y problemas, Bs.As., Biblos, 1991; J.L.L. ARANGUREN, Etica, Madrid, Revista de Occidente, 1958.

[4] Cfr. R. MALIANDI, op.cit., cap. IV “Métodos de la ética”.   

[5] Ibid., p. 63.

[6] Ibid., p. 83.

[7] Ibid., p. 84.

[8] A. FORNARI, “Proyección del pensamiento de Heidegger como crítica del positivismo cultural”, Revista de Filosofía latinoamericana, Bs.As., Castañeda, III, 5/6, 1977, p. 145.

[9] El desarrollo amplio y la profundización de estos temas remite a los planteamientos de la existencia auténtica formulados por Heidegger en Ser y Tiempo.

[10] J.L.L. ARANGUREN, op.cit., p. 116.

[11] Ibid., p. 116.

[12] Cfr. C.A. CASALI, “Entre la hipocresía y el cinismo: filosofía y política en el ámbito de la crisis”, Revista de filosofía latinoamericana y ciencias sociales, V/VI, 15/16, 1991.

[13] M. HARDT,  y A. NEGRI, Imperio, Bs.As., Paidós, 2002. Para la crítica de Imperio, cfr. A. BORON,  Imperio & imperialismo. Una lectura crítica de Michel Hardt y Antonio Negri, Bs.As., CLACSO, 2002

[14] Los autores definen lo virtual como “...el conjunto de poderes de actuar (ser, amar, transformar, crear) que poseen las multitudes”, M. HARDT y A. NEGRI, op.cit., p.326.

[15] Ibid., p. 330.

[16] Ibid., p. 330.

[17] Ibid., p. 327.

[18] Ibid., p. 353. Véase también la siguiente caracterización: “El poder imperial se funda en la ruptura de toda relación ontológica determinada. La corrupción es sencillamente el signo de la ausencia de cualquier ontología”, ibid., p. 191.

[19] Sobre estos temas cfr. G. DELEUZE, Nietzsche y la filosofía, Barcelona, Anagrama, 1971, especialmente cap. II, “Activo y reactivo”.

 

    

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