Asterión XXI

Revista cultural

           

 

Regresar

ESCRIBIR EL PARAÍSO

Antología crítica de la Poesía Universal

por Héctor Alvarez Castillo

   

 MARIA ELENA WALSH

 (1930)

               
     

  

   En la lírica, las voces masculinas y femeninas, a partir de la distinción que llega con la pubertad, adquieren el color que les asignará su registro. Previo a aquella etapa de cambios y ante la ausencia de lo determinado, nos referimos a voces blancas. La poetisa que a los diecisiete años editó Otoño Imperdonable, en nuestras letras es la voz blanca perenne que desafía en esa privación de cierre los registros fijos de un sector de la vida artística. Es la poetisa que entre los dieciocho y los diecinueve cumplió con el sueño de compartir esos años junto al poeta venerado: Juan Ramón Jiménez (1881-1958).

  Al dejar nuestra ciudad en su visita de 1948, Jiménez invitó a María Elena a pasar una temporada en su casa de Maryland, EE.UU. La gentileza fue extendida a otros dos poetas jóvenes, pero sólo ella era quien no iba a dudar en llegar a destino.

  La convivencia de esos días al lado del autor de Platero y yo no fue fácil y tampoco fue la esperada. Juan Ramón Jiménez, más allá de la imagen de serenidad que observamos en sus retratos, tenía el temperamento de un poeta. Ese contacto iba a ser recreado en Postal detenida, un poema de Hecho a mano (1965), conjunto que basta para justificar la obra de un escritor.

 

POSTAL DETENIDA

       
Voy a contarte todo
Espera que recuerde
     
  Había nieve y Juan Ramón callaba.
  Había Juan Ramón, callaba nieve.
 
Yo no podía más
de adolescente.
  
  Supongo que el crespúsculo invadía
  su barba y sillas locas de papeles.
  
No, no hay fotografías
donde me encuentres
        
  Zenobia era de risa y sombrerito.
  Pura eficacia, método celeste.
    
Hace ya tanto tiempo,
en 1949.
     
  El decía sonidos oxidados
  desde un aljibe, trabajosamente.
              
Riverdale de madera
de juguete.
        
  Ella monologaba con cristales.
  Él atendía túneles ausentes.
           
Yo no supe
qué hacer, dónde ponerme.
        
  Llegué una noche y Juan Ramón estaba
  mirándose por dentro, como siempre...
              
Es inútil.
Me duele.

  Uno de los textos ensayísticos en los que sí se puede aprender acerca de autores y de libros es el volumen Curso de literatura europea de Vladimir Nabokov. En la Introducción que escribe John Updike aparece un comentario sugerente, en boca de la que años después sería su mujer, sobre la cuestión de lo que se puede trasmitir en esta disciplina: "Yo sentía que podía enseñarme a leer. Estaba convencida que podía darme algo que me duraría toda la vida... y me lo dio." Updike sintetiza la labor en la docencia por parte de Nabokov, hasta convertirse en celebridad merced a Lolita, en una frase que pule el juicio anterior: "Nabokov fue un gran profesor, no porque enseñara la materia bien, sino porque daba ejemplo e inculcaba en sus estudiantes una actitud profunda y afectuosa hacia ella."

             

  Existe una fotografía del primer encuentro de María Elena Walsh con Juan Ramón Jiménez, es del día del desembarco de éste en Buenos Aires, 1948: la adolescente que meses después compartirá vivienda con el poeta y que aún no sabe siquiera presentirlo, mira encantada a ese hombre que es el centro de todos. En esa mirada hay amor y admiración y lo que al final de esa gira se presentó como una acceso superior a lo que ella debió haber imaginado, prendió en su memoria la calidez de aquello sobre lo cual no podemos hablar, la experiencia entrañable que trasmiten los versos finales de Postal detenida: "Es inútil./ Me duele." Un gran escritor, la maestría, enseñan desde el gesto espontáneo más que desde la información planificada que los profesores y eruditos -sin despertar del sueño de fichas y libros subrayados- exhiben a sus alumnos para su hastío y consuelo. Pound con acierto sentenció que: "Unas horas de antiguos poemas líricos cantados nos enseñan más que un año de trabajo filológico acerca de esta forma de melopeia".

  Sostengo que una charla con un buen escritor, con aquél que ama las palabras y trabaja en ellas como un orfebre, nos trasmiten una vivencia única de la literatura que jamás podremos obtener en ninguna clase magistral a la que asistamos. Esa es la dicha que tuvo María Elena, a nosotros nos queda la conversación extendida a los textos. Quevedo en los malos días escribió:

           

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.

  Y ahora leemos a Quevedo.

 

  Sobre ella es fácil hablar. Su arte transita diversos caminos siempre con un toque mágico y personal que se identifica con aquel rostro de adolescente melancólica, ése que no extravió en sus travesuras de grande. Supo hacer de lo popular algo digno con sólo virar el folklore hacia su origen, no siendo de los que usan el arte autóctono en un proceso de desfiguración como a un animal de circo o a una fiera del zoológico. La poesía escrita continúa siendo parte de sus trabajos, no es la poesía que presagiaban las críticas de la década del 40, sino una muestra fresca de como María Elena Walsh eligió ser escritora, esa voz blanca de la que hablábamos al inicio. Y la infancia, aquel ámbito al que los mayores se aproximan con temor de rajar cristales o de espantar las crias, es el mundo donde ella suele pasearse segura. De esa parte sagrada de su obra hemos elegido algo breve, algo que conocemos todos, un poema canción que nuestros hijos pueden tararear una y otra vez hasta que lo aprendamos o, en nuestro auxilio, dictárnoslo por teléfono cuando no sabemos donde hallarlo y sólo ellos tienen el libro.

 

LA REINA BATATA

   
Estaba la Reina Batata
sentada en un plato de plata
el cocinero la miró
y la reina se abatató
         
La reina temblaba de miedo,
y el cocinero con el dedo,
que no que sí, que sí que no...
de malhumor la amenazó.
      
Pensaba la Reina Batata:
"Ahora me pincha y me mata"
y el cocinero murmuró:
"Con ésta sí me quedo yo".
            
La reina vio por el rabillo
que estaba afilando el cuchillo.
Y tanto tanto se asustó
que rodó al suelo y se escondió.
          
Entonces llegó de la plaza
la nena menor de la casa.
Cuando buscaba su yoyó
en un rincón la descubrió.
       
La nena en un trono de lata
la puso a la Reina Batata
colita verde le brotó...
(a la Reina Batata, a la nena, no)
Y esta canción se terminó.
         
Invitamos a Visitar otros "Escribir el Paraíso" con Héctor Alvarez Castillo: 
           

   

Regresar