LA CULTURA SÓNICA |
por Diego
González Pardo |
INTRODUCCION
Dicen los
físicos que el sonido es “un movimiento ondulatorio de la materia que
afecta a nuestro órgano auditivo”. Para otros, es “el hecho
psicofisiológico determinado por unas vibraciones, cuya altura e
intensidad se adaptan a las posibilidades de captación de nuestro oído”.
Pitagoras (569-470 a.C.) y Terpando (s. VIII a. C.), en la antigua Grecia, y Zarlino (1517-1590) y Galileo
(1563-1642), en Italia durante el Renacimiento, entre otros, estudiaron
en el pasado las vinculaciones entre sonidos de diversa altura y
descubrieron que determinado número de vibraciones por segundo
(frecuencia) dan un sonido; que a medida que se aumenta la frecuencia el
sonido es más agudo y, a la inversa, que la disminución de la
frecuencia produce sones graves. Afirman los especialistas en acústica
que el oído humano puede captar normalmente el sonido producido entre
30 y 20.000 vibraciones por segundo; que si el fenómeno vibratorio no
alcanza los 30 ciclos, percibimos como un rumor confuso (el
infrasonido); y que el sonido producido mas allá de los 20.000 ciclos
por segundo (ultrasonido) solo es percibido por oídos muy educados. No
obstante, el ultrasonido puede ser captado por animales. El compositor
Adrián Leverkuhn (personaje ficticio de la novela Doctor
Fausto de Thomas Mann) hacia notar a su perro su inminente llegada
con el auxilio de un instrumento (especie de silbato) que emitía
ultrasonidos solo audibles por el can. A esta característica o
“dimensión” determinada por el numero de vibraciones por segundo se
la conoce como altura.
Pero en la composición del sonido entran otros ingredientes.
El timbre
es uno de ellos. Este componente es el que nos permite distinguir, entre
dos o más sonidos, el
agente (voz o instrumento) que los produce. Gracias a la diversidad de
timbre, distinguimos si un sonido es producido por el piano, por el
clarinete, por la trompeta o por el violín y, en consecuencia, decimos
que dichos instrumentos (o los que sean) tienen distinta sonoridad, lo
cual no es totalmente cierto, pues lo que realmente tienen distinto es
el timbre. |
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EL BOMBARDEO INVISIBLE
Nuestra vida cotidiana está constantemente inmersa
en un mundo de vibraciones, en una invisible nebulosa sonora. Mas aun que la luz
y que los estímulos visuales, la existencia humana esta enmarcada por sonidos
de la más heterogénea y variada procedencia (el rumor del viento y de la
lluvia, las estridencias fabriles, el canto de los pájaros, el ruido del
transito rodado, etc.) que hacen que nuestro ciclo vital sea una sucesión
constante de sugerencias auditivas.
Desde el claxon de un vehículo al apagado susurrar de la lluvia, pasando
por el reiterado e impertinente aviso de llamada de un teléfono celular, o por
los estridentes altavoces (diseminados en los más remotos lugares) de negocios
comerciales, dando cuenta de la última canción de moda, debemos convenir en
que nuestro vivir responde sin tregua ni reposo a una infinita serie de estímulos
sonoros, cada uno de los cuales tiene un sentido, una significación y un
contenido inmediatamente diferenciado.
Nadie confunde el ruido de una excavadora, la turbina de un avión, el
paso de un tren o el rumor de fondo de la circulación ciudadana. Una “educación”
auditiva innata nos permite distinguir la distinta procedencia, clase y calidad
de cada uno de los múltiples agentes sonoros que perennemente nos circundan.
En el pasado la gente pensaba menos en la intensidad o volumen de los
sonidos probablemente porque había sonidos mucho menos brutalmente sonoros en
su vida. Existe un “apetito de sonido” en la cultura occidental que viene in
crescendo desde la Revolución Industrial, época en que se introduce el
ruido de gran intensidad a través de las máquinas y en el que la contaminación
sonora comienza a existir como un problema realmente serio.
Diversos estudios -basados en documentos escritos y en pinturas de
distintas etapas históricas- muestran claramente (ver gráfico) las
transformaciones sufridas en nuestro
“paisaje sonoro”. |
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En un
principio -en las comunidades tribales- la mayor parte de los sonidos
que escuchaba el hombre eran naturales. El viento, el lenguaje de los
animales, las tormentas. A medida que se desarrollaron aldeas o pueblos
más complejos empezaron a prevalecer los sonidos humanos. Gritos de
chicos, peleas, gente ofertando sus productos, conversaciones en las
plazas. Mas tarde aun, después de la Revolución Industrial los sonidos
mecánicos desplazaron tanto a los sonidos humanos como a los de la
naturaleza. Hoy, casi todo lo que oímos es producido por un mecanismo
tecnológico y esa resonancia produce tal tensión que, por primera vez
en la historia del hombre, es más peligroso vivir en las ciudades que
fuera de ellas.
El tema de la contaminación sonora es algo indiscutible. El
peligro de la ciudad no viene solo de la violencia en el sentido
tradicional, sino también del cúmulo de ruidos y sonidos que a uno lo
persiguen todo el día sin posibilidad de decir NO.
En verdad, la relación entre ruido y muerte es bastante antigua.
En la Edad Media, por ejemplo, los escudos de guerra estaban
especialmente diseñados para que, al golpearlos, provocaran un especial
efectos de resonancia. Escuchar el ruido producido de esa forma por diez
mil hombres parece que era pavoroso y realmente alentaba a los propios e
infundía miedo a los de afuera.
Es sabido, también, que la C.I.A., durante los años de la
Guerra Fría, encerraba a los espías enemigos en pequeñas celdas en
las cuales se divulgaban violentos ruidos amplificados y cacofonías
musicales estruendosas y ensordecedoras; y así por horas y días
consecutivos hasta que el espía confesase, aniquilado ya su sistema
auditivo y nervioso. Hoy mismo, es usual que en la guerra, antes de
tirar las bombas, se hagan vuelos rasantes para que el sonido de las
turbinas asuste a los enemigos. Algo similar ocurre con el látigo que asusta de solo oírlo sin necesidad de que a uno lo toquen. El látigo no solo se utilizó contra el hombre, sino también contra los animales, especialmente contra aquellos que tiran carretas, para que apuren su paso. Paradójicamente en países donde aun es común la tracción a sangre – en zonas del Oriente Medio, por ejemplo- la gente toca bocina como si castigara al auto, por eso se genera tanto ruido. Existe una asociación entre el sonido del látigo que permite ir más rápido y el de la bocina, de la que se espera el mismo efecto.
James Watt señaló una vez, acertadamente, que para las personas
no educadas el ruido sugiere poder. Una máquina que funciona
silenciosamente o sin vibraciones es obviamente mucho menos
impresionante que una ruidosa. Es interesante saber que los primeros
aparatos a vapor diseñados por Watt a fines del siglo XVIII eran
relativamente silenciosos pero sus patrocinadores le pidieron mecanismos
con mas ruido, porque, de esa forma, mostraban mejor –así lo creían,
al menos- el poderío del nuevo invento. Esa idea aun sigue vigente en
mucha gente: el caso más típico son los caños de escape
“arreglados” especialmente –en algunas motos y autos- para que
produzcan el mayor ruido posible. Los conductores sienten que su
influencia crece a medida que aumentan el “audio” que producen.
Los motores son los sonidos que predominan en el paisaje sonoro
mundial; todos los motores tienen en común un aspecto importante: son
sonidos de escasa información, altamente redundantes. Es decir, a pesar
de la intensidad de sus voces, los mensajes que envían son repetitivos
y en última instancia aburridos. En relación a los motores hay una
sugestibilidad hipnótica ante la cual uno se pregunta si, a medida que
invaden totalmente nuestras vidas, no terminarán por ocultar todos los
demás sonidos, reduciéndonos, en proceso, a la condición de
condescendientes y torpes bípedos desplazándonos indolentemente a los
tumbos en un mudo trance hipnótico. EL HORROR AL SILENCIO
La falta de silencio no ha justificado otra cosa que el escape,
la evasión, incluso la catarsis, por vía del alboroto y el
aturdimiento. Aquel dicho de que la música aplaca a las fieras ha
tomado en el ser humano un camino inverso: la búsqueda del estrépito y
el griterío.
Es el miedo el que nos ha impulsado al ruido. El miedo al
silencio. Nuestra cultura parece identificar
la falta de sonido con la muerte; -el silencio definitivo-.
Antes de los cambios propios de la modernidad, la religión
impregnaba la vida cotidiana y la gente realmente creía que había una
continuidad entre vida y muerte. No se dejaba de existir sino que se
pasaba a otro mundo que, casi, se podía presentir. La “vida en el mas
allá” era considerada, a menudo, como algo hermoso; incluso como un
premio a los padecimientos terrenales. Pero esa idea se fue perdiendo y
la muerte aparece como el final, como ese silencio definitivo.
Cuando el silencio es tomado apenas como contraste, como reverso
del ruido, se olvida y se relega su costado mas positivo y excelso: el
de la plenitud, el de la realización El
silencio suele expresar la profundidad de una vida interior. “El
hombre que encuentro suele ser menos instructivo que el silencio que
rompe",
alguna vez escribió Thoreau. Una
experiencia silenciosa puede ser el principio de una evolución
espiritual. Si se lo ejercita, es posible que el hombre alcance la
madurez. La
contemplación de la naturaleza (la que se esconde tras el paisaje de
cemento en esta metrópoli), el disfrute de la buena música (que no
tiene por que ser, necesariamente, la más compleja, refinada y
exquisita), el impulso erótico que une a dos seres en el amor, son
caminos hacia la belleza, hacia la experiencia inefable que reside mas
allá de las palabras. El
compositor francés Claude Debussy pensó que “cualquier
hombre, sentado en el porche mirando hacia las montañas con el sol
poniente, puede oír su propia Sinfonía”. Por eso,
un hombre que ame la verdad debería hacer voto de silencio. Solo
entonces cada sonido será un canto a la imaginación, a la creación, a
la vida. La cuestión es escuchar el silencio que anida en el fondo de
nuestro ser. El
silencio nos devolverá la Armonía cuando acallemos varias décadas de
infatigable estruendo. BIBLIOGRAFIA
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