Asterión XXI

Revista cultural

           

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SALVAR EL HONOR

de Angel Balzarino

                 

    

Sí. Quieren ver qué voy a hacer. Con una ráfaga de sorpresa y desagrado que poco a poco se fue transformando en simple resignación, pues no tenía modo de evitarlo, observó a los hombres, mujeres, aun niños, que lenta y progresivamente se congregaban en la estación. Comprendió que no era para emprender un viaje ni para esperar la llegada de algún pasajero. Es por mí. Únicamente. Ya falta poco. Unos minutos más y podré darle la noticia. La mejor. La que, en silencio y permanente ilusión, esperábamos para recuperar la felicidad de los primeros meses de casados. Al menos yo. Ardientemente. Ojalá también pueda aplacar el malhumor de él. Me lastima verlo tan abatido, reacio a cualquier muestra de afecto, con claro fastidio por  todo lo que existe a su alrededor. Quise saber si era por la marcha del campo, por alguna deuda o tal vez por una enfermedad. Inútil. El silencio como única respuesta. Huraño. Casi acusador. Eso me obligó a  preguntarme cada vez más si no era  yo la culpable. Tuvo la sensación de estar desnudo, maniatado, expuesto sin reserva a la horadante mirada de quienes efectuaban un lento copamiento de la estación. Con las manos atadas y tan desorientado como dos meses atrás, al recibir el primer mensaje. Subrepticio. Artero. Un proyectil que le destrozó el corazón, al poner de manifiesto, de manera infame y sin piedad, una velada acusación sobre la conducta de su mujer. Casi todos los habitantes de La Florida estábamos allí. Curiosos. Dándole a la estación un inusitado clima de bullicio, muy distinto al aspecto desolado que solía ser común, aun los viernes, el único día de la semana en que pasaba el tren. Convertido de pronto en el lugar de una cita. Primordial. Impostergable. Al comprender que por fin iba a producirse el desenlace de eso que, como si se tratara de una obra de teatro en la que cada cuadro acrecentaba la dosis de interés e intriga, nos había mantenido en tensa expectativa. El responsable fue el petiso Noguera. Se me acaba de ocurrir una idea fabulosa, dijo una noche en el boliche de Bottaro, mientras comentábamos la suerte que había tenido Sebastián Daneri al casarse con una mujer tan hermosa. Escuchen. Ocurrió una mañana en que él había ido a realizar la habitual provisión  de azúcar, papas, fideos, en el almacén de Cayetano Paiva. Luego de acomodar las mercaderías en la chata y cuando ya  estaba a punto de azuzar los caballos, descubrió el papel junto al cajón que le servía de asiento. Quizá no le habría prestado atención si no hubiera notado, por el pedazo de ladrillo que lo sostenía, que alguien se había preocupado por colocarlo allí. Y súbitamente tembloroso leyó las palabras garabateadas con rasgos desparejos: ¿Sabés qué hace tu mujer cuando no está con vos? Sólo atinó a estrujar el papel, paseando la mirada en torno, en ansiosa tentativa por descubrir quién había dejado el inesperado mensaje. Después, mientras efectuaba el recorrido de cinco leguas hacia su casa, el furor se fue transformando en progresivo estado de duda, resquemor, desasosiego. No. No es más que una maldita patraña. Aunque pretendió descartarlo de inmediato -no sólo porque ella jamás le había dado motivo de sospecha, sino también por el disgusto de que otros se inmiscuyeran entre ellos-, la  nota, de manera subterránea y letal, tuvo el efecto de alterar abruptamente la etapa de paz y dicha que había creído definitiva al casarse con Esmeralda Ribas. Sí. Lo mejor que pudo pasarme. Tuvo esa certidumbre al conocerla y considerar que podría librarlo de la angustia y el desánimo por encontrarse solo en el campo, luego de la muerte de sus padres. Deslumbrado. Pareciéndole una especie de premio a la ardua y extenuante labor de todos los días, sin otro recreo que tomarse unas ginebras los sábados por la noche en el boliche de Bottaro o asistir a la carneada llevada a cabo por algún amigo de la colonia. Sucedió durante la fiesta del casamiento de la hija mayor de los Puchetta. Al cabo de quince años de estar radicada en la capital de la provincia, Esmeralda había vuelto a La Florida para estar junto a la amiga de la infancia en ese momento tan especial. Aquella noche no pareció existir otra cosa para él. Como si la hubiera estado esperando toda la vida. Como si hubiera venido únicamente por mí. Y aunque de inmediato le atribuyó un carácter providencial y gratificante  al encuentro, tal vez nunca se habría atrevido -por timidez o temor al fracaso- a acercársele sin el amparo de  las voces y risas alborozadas y el ritmo frenético de las tarantelas y, sobre todo, el vino sabroso y abundante. Tal vez todo resultó más fácil o rápido de lo que pensaba. Casi asombrado por la afinidad establecida entre ellos, por obra de gestos y simples miradas más que por un cúmulo de palabras. Y después, ya incapaz de soportar la separación, fue él quien comenzó a realizar cada dos o tres semanas un viaje a la capital para visitarla. Hasta culminar, por fin, en el casamiento. Todo parecía perfecto. Únicamente queríamos estar juntos. Entonces comenzaron a llegar los mensajes. Hirientes. Maliciosos. Y se inició el derrumbe. Sí. Esta noticia será también un modo de retribución, de expresarle mi agradecimiento por su ternura, por el amor que supo demostrarme desde el momento en que nos conocimos, por permitirme vivir de nuevo en La Florida. Sin duda la aspiración más profunda mientras permanecí en la capital. Al contrario de Ismael y Zulema, que se adaptaron muy pronto, yo nunca  dejé de sentirme una extraña, sin poder familiarizarme con los seres y las cosas que me rodeaban, evocando con nostalgia y bastante pesar todo aquello que formó el mundo de mis primeros años: mis padres, las amigas con quienes compartí la alegría de los juegos, los múltiples descubrimientos revelados por la escuela primaria. Al casarme con él creí tener la oportunidad de regresar a mis raíces, de acabar con la tristeza y el desamparo provocados por tantos años de desarraigo. Ahora sólo el deseo de ver a mis hermanos me lleva a la capital una o dos veces por mes. Y siempre me asalta la urgencia por volver a La Florida. Hoy más que nunca. Impaciente. Porque sólo quiero estar frente a él y darle la noticia. Éramos apenas seis o siete los que estábamos en el boliche esa noche en que el petiso Noguera lanzó la idea.  ¿Qué les parece si le hacemos creer que ella lo engaña? Es tan joven y linda que no resultará nada raro. La carcajada general  reflejó de inmediato no sólo la aprobación, sino también el anticipado goce por una broma que prometía un desarrollo jubiloso y fascinante. Teníamos la costumbre de confabularnos de tanto en tanto para algún juego o burla, simplemente para divertirnos y quebrar la exasperante calma del pueblo. Pero con Sebastián Daneri la cosa se encaminó poco a poco  por un carril sorpresivo, fuera de control, con la latente amenaza de un grave e impredecible final.  Lo  advertimos muy pronto. Los escritos -que le dejábamos sobre el sulky o disimulados entre las mercaderías que compraba- lograron variar su carácter. Cada vez se reveló más hosco, con una mueca amarga en el rostro, a punto de estallar en furia incontenible. Fue entonces cuando algunos, con súbita preocupación, deseamos concluir la conjura. Pero ya era demasiado tarde, no sólo para desmoronar el plan en el que participaba la mayoría de  los habitantes del pueblo, sino también para desalojar de la cabeza de Daneri la idea que le habíamos inculcado con tanta saña. Hasta convertirlo en un toro enjaulado. Llegó a tener reacciones intempestivas ante cualquier referencia a su mujer, como si preguntarle qué tal estaba o por qué no había participado de alguna fiesta en el pueblo fuera algo ofensivo. Lo que haga ella no le importa a nadie más que a mí, gritó una tarde en el boliche de Bottaro, con varias ginebras encima, queriendo dejar bien en claro que Esmeralda  Ribas era una propiedad privada y exclusiva. Y aunque muchos opinaban que al fin él descubriría el engaño, cuando el viernes ella ascendió al tren rumbo a la capital, creímos que no lo hacía simplemente para visitar a su familia, como ya era costumbre, sino para irse definitivamente, incapaz de soportar el carácter cada vez más violento de Daneri o, más bien, él había decidido echarla de la casa. Por eso ahora, al cabo de una semana, nos congregamos en la estación, creyendo que la llegada del tren iba a despejar la incógnita. Ya falta poco. Tengo tantas ganas de  abrazarlo, de ver cómo se ilumina su rostro al saber la novedad. Sólo quiero borrarle toda huella de pesadumbre y contagiarle la alegría que me ha deparado este viaje a la capital, no sólo por haber visto a mis hermanos sino porque el doctor Ortelli me confirmó que estoy esperando un hijo. El repentino silbato lo estremeció. Sí. Llegó el momento. Ahora les demostraré a todos que no voy a soportar la traición ni la burla. El sentimiento de rabia e indignación que había ido creciendo durante los últimos días pareció llegar al grado más agudo. Erizado el cuerpo, súbitamente preparado para realizar el acto liberador,  la atención concentrada en ella, en la persona que había logrado despertarle el amor más profundo y que, desde hacía dos meses, por obra de un cúmulo de avisos, le resultaba ajena, desconocida, casi insoportable. Vinieron a ver si tengo sangre en las venas o si permito que me usen la mujer sin parpadear. Y permaneció rígido, clavados los ojos en el tren que se acercaba, pendiente de la figura de ella. Sin duda ninguno de los que estábamos allí pudo imaginar  ese desenlace. Echando por tierra  las incontables conjeturas de los últimos días. Más que por la sorpresa o el desconcierto, quedamos inmovilizados por el horror. Ella descendió del tren y con una sonrisa que acentuaba la  belleza del rostro, se dirigió hacia Daneri, sin observar a la gente que colmaba la estación ni reflejar el menor rastro de inquietud o disgusto por las habladurías que sobre ella circulaban en todo el pueblo. Entonces no tuvimos tiempo ni posibilidad de efectuar un gesto. Convertidos de pronto en testigos azorados de la escena. Breve. Rápida. Contundente. Cuando ella estaba a punto de abrazarlo, distinguimos el brillo del puñal. Un grito desgarrador superó los otros sonidos mientras el brazo de él se movía repetidas veces. Sin control. Implacable. Y consternados, en forma tardía y ya inmodificable, comprendimos que nos correspondía mucho de culpa y responsabilidad en el acto despiadado con que Sebastián Daneri pretendió salvar su honor.     

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