Para
defenderse de los escorpiones
La gente se muestra sorprendida, temerosa y hasta indignada ante la considerable
proliferación de escorpiones que se ha cernido sobre Buenos Aires, ciudad que
hasta fecha bastante reciente desconocía tal género de arácnidos.
Personas sin imaginación recurren a un método demasiado tradicional para
defenderse de los escorpiones: el empleo de venenos. Personas menos rutinarias
llenan sus casas de culebras, ranas, sapos y lagartijas, con la esperanza de que
devoren a los escorpiones. Unas y otras fracasan lamentablemente: los
escorpiones se rehúsan con firmeza a ingerir venenos, y los reptiles y
batracios, a ingerir escorpiones. Unas y otras, en su ineptitud y precipitación,
sólo logran una cosa: exacerbar —más aún, si cabe— el odio que hacia la
humanidad entera profesan los escorpiones.
Yo tengo otro método. He procurado, infructuosamente, difundirlo: como todo
precursor, soy un incomprendido Lo creo, sin vanidad, no sólo el mejor: también
el único método posible para defenderse de los escorpiones.
Su principio básico consiste en rehuir la batalla frontal, en sostener breves
escaramuzas azarosas, en no demostrarles a los escorpiones que estamos
enemistados con ellos. (Ya sé que hay que andar con sumo cuidado, ya sé que el
aguijonazo de un escorpión resulta fatal. Es cierto que, si yo me embutiera en
una escafandra de buzo, estaría por completo a salvo de los escorpiones; no lo
es menos que, en ese caso, los escorpiones sabrían, ahora con total certeza,
que les temo. Porque yo les tengo muchísimo miedo a los escorpiones. Pero no
hay que perder la sangre fría.)
Una elemental medida —eficaz y libre de tremendismo y de nefasta
espectacularidad— consta de dos sencillos pasos. El primero es ceñirme las
bocamangas con unos elásticos bien tensos: para que los escorpiones no puedan
trepar por mis piernas. El segundo, fingir que soy en extremo friolento y calzar
todo el tiempo un par de guantes de cuero: para que no me envenenen las manos.
(Más de un espíritu destructivo ha señalado exclusivamente las desventajas
que, en el verano, acarrea este método, sin tener en cuenta sus innegables méritos
generales.) En cuanto a la cabeza, conviene que quede descubierta: es la mejor
manera de presentar a los escorpiones una imagen valiente y optimista de
nosotros mismos, y además los escorpiones no acostumbran, normalmente,
arrojarse desde el cielo raso sobre el rostro humano, aunque a veces sí lo
hacen. (Así, al menos, le ocurrió a mi difunta vecina, madre de cuatro
encantadores chiquillos, ahora huérfanos. Para peor de males, estos hechos
fortuitos engendran teorías erróneas, que sólo sirven para hacer más ardua y
dificultosa la lucha contra los escorpiones. En efecto, el viudo, sin base científica
adecuada, afirma que los seis escorpiones se sintieron atraídos por el color
intensamente azul de los ojos de la occisa y aduce, como débil prueba de aserción
tan temeraria, el hecho, del todo casual, de que los aguijonazos se repartieron,
tres a tres, en cada una de las azules pupilas. Yo sostengo que ésta es una
mera superstición, forjada por el medroso cerebro de este individuo pusilánime.)
Al igual que en la defensa, también en el ataque hay que jugar a ignorar la
existencia de los escorpiones. Como quien no quiere la cosa, yo —así como me
ven— logro matar diariamente entre ochenta y cien escorpiones.
Procedo de la siguiente manera, que, en bien de la supervivencia del género
humano, espero sea imitada y, de ser posible, perfeccionada.
Con aire distraído, me siento en un banco de la cocina y me pongo a leer el
diario. Cada tanto miro el reloj y mascullo, en voz lo suficientemente alta para
ser oída por los escorpiones: “¡Caramba! ¡Este Pérez del diablo que no
llama!”. La informalidad de Pérez me irrita, y aprovecho para dar unas
patadas de rabia en el suelo: así masacro no menos de diez escorpiones, de los
incontables que cubren el piso. A intervalos irregulares repito mi expresión de
impaciencia y, de este modo, voy matando una buena cantidad. No por ello
descuido los también innumerables escorpiones que cubren por completo el cielo
raso y las paredes (que son cinco temblorosos, palpitantes, movedizos mares de
alquitrán): de vez en cuando, finjo un ataque de histeria y arrojo algún
objeto contundente contra la pared, siempre maldiciendo a aquel Pérez del
diablo que se demora en llamar. Lástima que he roto ya varios juegos de tazas y
platos, y que vivo entre sartenes y cacerolas abolladas: pero es alto el precio
que se debe pagar para defenderse de los escorpiones. Por fin, inevitablemente
alguien llama por teléfono. “¡Es Pérez!”, grito, y corro con precipitación
hacia el aparato. Desde luego, es tanta mi prisa, es tanta mi ansiedad, que no
advierto los millares y millares de escorpiones que alfombran blandamente el
piso y que revientan bajo mis pies con un gelatinoso y áspero ruido de huevo
cascado. A veces — pero sólo a veces: no conviene abusar de este recurso—,
tropiezo y caigo largo a largo, con lo que aumento sensiblemente el área de mi
impacto y, en consecuencia, el número de escorpiones muertos. Cuando vuelvo a
ponerme de pie, me encuentro con toda la ropa condecorada con los pegajosos cadáveres
de muchos escorpiones: despegarlos uno por uno es tarea delicada, pero que me
hace saborear mi triunfo.
Ahora
quiero permitirme una breve digresión para relatar una anécdota, de por sí
ilustrativa, que me ocurrió hace unos días y en la cual, sin proponérmelo,
cumplí un papel que me atrevo a calificar de heroico.
Era la hora de almorzar. Encontré, como siempre, la mesa cubierta de
escorpiones; la vajilla, cubierta de escorpiones; la cocina, cubierta de
escorpiones... Con paciencia, con resignación, con mirada ausente, fui haciéndolos
caer al suelo. Como la lucha contra los escorpiones insume la mayor parte de mi
tiempo, decidí prepararme una comida instantánea: cuatro huevos fritos.
Estaba, pues, comiéndolos, mientras apartaba cada tanto a algún escorpión más
osado que había subido a la mesa o que me caminaba por las rodillas, cuando,
desde el cielo raso, un escorpión especialmente vigoroso o robusto cayó —o
se arrojó— en mi plato.
Petrificado, solté los cubiertos. ¿Cómo debía interpretarse esa actitud? ¿Era
una casualidad? ¿Una agresión personal? ¿Una prueba de fuego? Quedé perplejo
unos instantes... ¿Qué pretendían de mí los escorpiones? Estoy muy avezado a
la lucha contra ellos: en seguida lo intuí. Querían obligarme a modificar mi método
de defensa, hacerme pasar decididamente al ataque. Pero yo estaba muy seguro de
la eficacia de mi estrategia: no lograrían engañarme.
Vi, con cólera reprimida, cómo las patas gruesas y peludas del escorpión
chapoteaban en el huevo, vi cómo su cuerpo se iba impregnando de amarillo, vi cómo
la cola ponzoñosa se agitaba en el aire, al modo de un náufrago que pidiera
auxilio... Objetivamente considerada, la agonía del escorpión constituía un
bello espectáculo. Pero a mí me dio un poco de asco. Casi claudiqué: pensé
en arrojar el contenido del plato al incinerador. Tengo fuerza de voluntad y
supe contenerme a tiempo: si hubiera hecho tal cosa, habría ganado el
aborrecimiento y la reprobación de los millares y millares de escorpiones que,
con renovada suspicacia, me contemplaban desde el cielo raso, las paredes, el
piso, la cocina, las lámparas... Ahora tendrían un pretexto para considerarse
agredidos y, entonces, quién sabe qué podría ocurrir.
Me armé de valor, fingí no advertir el escorpión que aún se debatía en mi
plato, lo comí distraídamente junto con el huevo y hasta pasé la corteza de
un pan para no dejar ni una pizca de huevo y escorpión. No resultó tan
repugnante como temía. Un poquito ácido tal vez, pero esta sensación puede
deberse a que aún yo no tenía el paladar acostumbrado a la ingestión de
escorpiones. Con el último bocado, sonreí, satisfecho. Después pensé que la
quitina del escorpión, más dura de lo que yo hubiera deseado, podría caerme
indigesta, y con delicadeza, para no ofender al resto de los escorpiones, bebí
un vaso de sal de frutas.
Hay otras variantes dentro de este método, pero, eso sí, es necesario recordar
que lo esencial es proceder como si se ignorara la presencia —más aún, la
existencia— de los escorpiones. Con todo, ahora me asaltan algunas dudas. Me
parece que los escorpiones han empezado a darse cuenta de que mis ataques no son
involuntarios. Ayer, cuando dejé caer una olla de agua hirviente en el piso,
advertí que, desde la puerta de la heladera, unos trescientos o cuatrocientos
escorpiones me observaban con rencor, con desconfianza, con reproche.
Quizá, también mi método esté destinado al fracaso. Pero, por ahora, no se
me ocurre otro mejor para defenderme de los escorpiones.
[De
En defensa propia, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1982.]