El ¿Quién
va? se perdió entre el fragor del mar embravecido y el bullicio de aquella
canalla que se repartía el botín a la luz de la hoguera.
Se le había jurado que tendría
lo suyo y aún más por el sacrificio y riesgo de servir de centinela desde
aquel roquedal frente al mar.
Pero estaba malhumorado y
desconfiado por su destino.
Para colmo esa figura recién
salida del mar, iluminada por el tenue fulgor de la noche y que se arrastraba
hacia él, pero sin la torpeza de lo exhausto sino con la pausada y empeñosa
habilidad del animal que repta. En la penumbra se adivinaban sus formas; la
cabeza erguida y las tensas extremidades anteriores, que a cada impulso ganaban
un trecho clavándose en la arena como si fuesen muletas.
El arcabuz era de fiar, en
batalla ya había demostrado la eficacia de su brutal perdigonada. Un sorbo de
rhum y apuntó al fácil blanco.
Cuando gatilló supuso por un
destello que podía tratarse de algún compinche herido y rezagado, pero ya era
tarde y además no le importaba.
El estampido acalló la algarabía
de la repartija y hasta el mar pareció silenciar.
Él fue el primero en llegar al
bulto abatido, los otros llegaron después.
Allí yacía, corazón y rostro
destrozados, el encanto de una sirena, tal vez la última, tal vez la única.